A pesar de ser consciente de los cambios, no me doy cuenta y tengo que repetírmelo. Me equivoco y tropiezo una y otra vez.
Mi inconsciencia sueña con viajes imposibles, encuentros inadecuados, reuniones desaconsejadas y desplazamientos prohibidos.
Mi realidad, en cambio, me empuja a traslados indeseados. Físicos y temporales. Pero muy poco deseados, con franqueza.
Y vivo así, en profunda contradicción. Queriendo lo imposible, rechazando algunas obligaciones.
No nos tocamos. No nos besamos. No saludamos y no salimos. Apenas.
Se me acaban las paciencias que he debido rellenar tantas veces que se terminaron antes, procuro destruir el aburrimiento de las reiteraciones y la falta de novedades, trato de sonreír [cuando me acuerdo], de pensar en positivo y de recordar que queda un día menos para retomar lo que sea que ha de venir como nueva vida, no se sabe cuándo.
Y eso, cada día. Uno, otro, tres más, un mes, pronto se cumplirá el año y seguirá pareciendo mentira, una pesadilla, imposible.
Se une el miedo [que no todos confesamos], con la impaciencia y la incertidumbre [agotadoras, en combinación perfecta y por separado]. Las ilusiones pesan poco y tienen escasa fuerza en la ecuación, aunque están. Pero los movimientos son tan limitados que los recursos a nuestro alcance resultan ser cuasi inútiles si se trata de hacer cambios, por pequeños que sean.
Uno quiere llegar, alargar, soñar, compartir, mostrar. Y, simplemente, no es posible. Y te quedas corto, empobrecido, pequeño, mermado. Frustración, faltaba añadir a la lista anterior. Son las nuevas rutinas y las soledades y las conversaciones pendientes, las reuniones por mantener, los encuentros entrañables e imposibles.
Hay que perseverar, tener clara la meta y los objetivos, alimentar las ganas, proyectar y soñar muy fuerte, porque llegará, porque llegaremos, porque querer es poder.
Aunque los días y las noches se parezcan tanto los unos a los otros, últimamente; porque aunque ahora sean mucho más fríos, son igual de anodinos...