Se conoce que a mi Estocolmo me sentó mal. Regresé con un leve escozor en la garganta. He hablado demasiado mientras caminábamos por esas calles oscuras y profusamente iluminadas con luces navideñas, pensaba yo. Demasiadas bocanadas de aire frío. Me tenía que haber puesto bufanda, como ellas. Y a base de ibuprofenos he conseguido ir haciendo vida normal. Bueno, normal, normal, no. Porque por primera vez en mi ya larga vida he conseguido dos veces en la misma semana correr más de media hora en cinta. Treinta y cinco maravillosos minutos. Y ni un atisbo de flato. Y el jueves, ayer, fue el último día, me sentía bien y mejor que me sentí al ser felicitada por un compañero, asombrado de que el tiempo que marcaban las cifras analógicas del aparato fuera real. Pero esta noche... esta noche... se desataron todos los demonios, comenzó el picor de garganta, la tos, el levantarme para ir a sonarme, a tomar jarabe, a chupetear pastillas para suavizar la garganta. Total, que he visto todas las horas que tiene la noche desde mi despertador y ahora tengo una laringitis de libro. Abierto. No he ido a trabajar y he dormido un poco a media mañana, después de acompañar a mi descendiente menor al colegio y de quitarme el ayuno nocturno. Necesitaba recuperar fuerzas porque ahora me toca cargar el coche, de cosas y de gente, y trasladarnos a todos [espero que san#s, salv#s y sin contratiempos] a unos ciento cincuenta kilómetros de aqui, a pasar un poco de frío, supongo, cosa que irá estupendo para mi laringitis... Pero tendrá momentos estupendos de fuego, familia, actividades en común, deberes, libros, mandalas, cocina y algún grito, que ya se sabe... Noche horribilis, por cierto...
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