Procuro no hacerlo pero me fijo.
En estas tardes libres pero de libertatd absoluta sin pareja a mano [ni de hecho ni de derecho] ni descendientes ni ascendiente, salgo a la calle. Y es que tengo cosas que hacer, detalles que ultimar, compras que realizar antes de que sea demasiado tarde. Y mañana ya lo será, tarde. Así que tengo escaso margen para maniobrar.
Mis diferentes calurosos callejeos urbanos de estos últimos días me han arrojado a la cara algo que sabía. Por tanto, hablamos de un verbo llamado recordar. Nada nuevo bajo este sol abrasador de un julio que más parece agosto. Asfixiante.
Decía que he recordado y el recuerdo en sí ha sido un golpe certero en la boca del estómago, por sorpresa.
La ciudad, en verano, nos devuelve a toda esa gente mayor, a esos ancianos que viven solos o se quedan solos, que no pueden salir de las ciudades y solo lo hacen de su casa, de uno en uno, por las tardes, cuando el sol ha dejado de estrangular para apretar con fuerza, en busca de algo de compañía, aunque sea solo la que ver a otras personas les devuelve con la mirada, porque en la calle tampoco nadie les habla. Van como perdidos porque solamente ellos saben que no están yendo a ninguna parte. Y otros quizá ya olvidaron a dónde iban a ir y no recuerdan que salían en busca de aire, a estirar las piernas, que nadie les espera y no tienen lugares a los que volver en los que alguien les espera, como antes. Todos se han ido. En sentido literal. En sentido figurado. Y es que eso no importa. porque están solos...
Es esa soledad que da miedo. La que se te pega al despertar y de la que no consigues desprenderte en todo el día, hasta la hora de acostarse. Quizá la verdadera soledad...
Pienso mucho en esa soledad.
ResponderEliminar