La decisión está tomada y no hay vuelta atrás.
Después del madrugón, de llegar pasadas las siete a la flamante nueva terminal, agotada y con la logística familiar por los pelos, me dan vuelo más de una hora después. ¡Una hora! Venga, vamos... era para no creérselo. Me he cuasidesnudado y descalzado con dignidad ante fuerzas privadas que, además, me han cacheado con una envidiable profesionalidad y ya a plena luz del día y ante el público consumidor presente en el escenario y me repetía que era la última vez que opto por ese medio de transporte tan cómodo... ¿Cómo pude pensar un solo nanosegundo que el avión era mejor? Mi capacidad de autoengaño ante los cambios de rutinas es, pienso, infinita.
El vuelo movido, de forma que he acabado incrustada en el espejo del baño por una pequeñas y breves turbulencias que nos han atacado sin previo aviso. Y el aterrizaje ha sido con fuerte rebote de las ruedas en la pista. Fallo de medición del gps, diría yo -que soy profana, también, en esta materia-. Vamos: un lujo de vuelo.
Llovía al llegar. Llovía al salir. Y aqui lucía el sol con generosidad y potencia porque no ha llegado aún el anunciado cambio de tiempo para este fin de semana que, al parecer, regresa el invierno que jamás se fue. Todavía.
Y la verdad es que no me encuentro demasiado bien. Todo coincide: menstrúo con profusión, arrastro escasez de sueño(s), la cabeza llena de datos inútiles o imprescindibles y proyectos de los del tipo difíciles/imposibles. Normal, en este escenario y con esta actriz.
Al fin el fin de semana... y qué semana...
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