domingo, 17 de marzo de 2013

Juegos, redes y apuestas...

No quiero y nunca he querido. Pero alguna vez, pocas, me he sentido una muesca en la culata de madera de un rifle o en el ala de uno de esos aviones de la segunda guerra mundial, en un lateral de alguno de esos submarinos alemanes; un trofeo, el reto o, incluso, una apuesta. Fíjate bien lo que digo. Como caída irremediablemente en las redes de alguien, presa de sus ardides, del embrujo. Así me he sentido. Miserable y ridícula, pequeña, inexperta y avergonzada. En realidad, mis apariencias siempre han engañado. Y soy de las que, al final, caigo. Sin verlo venir ni esperarlo. Sin imaginar siquiera que alguien pueda albergar un segundo de maldad. Parafraseo al Sr. Benavente para recordar que las personas malas solo hacen que dudemos de las buenas. Pobres. Las que no tienen nada que ver... Caigo rendida, absolutamente, a muerte y para siempre. Eso estaba diciendo antes. Esencialmente entregada por principios, sin sospechar que la vida no es recíproca y que a veces no es de dos direcciones, tampoco y olvido que me están haciendo jugar alguna partida de algo que ni conozco, como también ignoro las reglas y las normas de ese juego. Estos espíritus cautivadores (que tienen la capacidad infinita de engancharme con relativa facilidad, aunque ya se sabe que las cosas relativas son opinables) me atrapan y no importan las advertencias ni los odiosos yatelodije de después, cuando estás bañada en lágrimas y acurrucada en un sofá, sin comer, sin ganas de seguir un día más, ni de luchar para levantarte o buscar cualquier excusa o argumento que te insufle energía e ilusión; cuando el reproche es más fácil y, sobretodo, mucho más inoportuno y me atrevo a decir que inadmisible. Es mi forma de ser y no puedo contra eso: contra lo que siento o, mejor, lo que me hacen sentir. Contra los descubrimientos de todas las bondades que, finalmente, no lo son tanto o han pasado a ser nada. Luego, al final, es cuando una se da cuenta de que había un empeño muy bien disimulado en provocar, en forzar y empujar, magnificando todo, enredando y buscando el fin predeterminado: atrapar. Atrapar para salir huyendo, para escapar y desaparecer inmediata e irreversiblemente de esa vida pequeña y corta y estrecha que se había construido a base de cualquier cosa, como las letras o las voces o la piel o cualquiera de esas tres cosas combinada. Sin importar las consecuencias, sin pensar un segundo en cómo procesan los demás esos reveses de la vida, como los que dan los diez primeros de la ATP. Reveses impecables, secos, azules, certeros y tantas veces letales. Soy, desgraciadamente, diestra, así que a mi se me dan bastante mal y los encajo peor aún. Torpezas...


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