Hay personas que por alguna razón incomprensible son cruciales en nuestra vida. Hoy quiero pensar en una de ellas. Se llama M. Es excepcional. Me reservo su nombre completo porque podría ser fácilmente reconocible y la respeto como ella hace conmigo. De hecho, no sabe que escribo sobre ella por lo que no ha podido autorizarme a que la mencione y difunda sus habilidades. No vaya a ser que se le llene la consulta...
Es argentina, dulce y pelirroja. Me cuida y me ha reconocido sin haber tenido apenas tiempo de conocerme, para conocerme. Entró directamente, hasta el fondo. Es uno de esos seres especiales que te miran desde un metro y medio de distancia, te ven y te traducen. No valen las excusas ni las explicaciones. Tampoco hay opción a bablbucear unas cuantas justificaciones, ridículas. Siempre me sueno ridícula. Es simple, para ella: me lee la cara, la expresión, los ojos. Y luego, a pesar de lo que muestra su rostro [un poco de miedo, como cuando creemos estar en zona de pánico y pensamos que no sabremos gestionar algo... A mi me pasa a menudo...], siempre, cada vez, me lanza unas palabras amables. Me ve guapa cuando estoy gris. Elegante, una mañana en la que no me he vestido, solo me he cubierto el cuerpo para salir a vivir. Interesante, con mi puesto intelectual de gafas para la presbicia. Y así...
M. apenas me toca, cuando me tumbo en su camilla. Me quedo dormida, así que no sé qué me hace exactamente. Es una cuestión de confianza. Despierto, muchas cosas se han revuelto [todavía más, si eso era materialmente posible], me hace una pregunta como por descuido y a mi se me escapa, sinóptica, la frase que me resume por completo. Unas palabras, breves y furiosas, que lo explican todo, que la invitan a seguir, a atacar lo que [de todo lo peor] es lo más malo, entonces...
Con ella suelo hablar de emociones y me cuenta que tengo doscientas metidas en mi cabeza, con cuatro piedras angulares, y solo ella puede entretenerse hablándome de mi engreimiento o mi frustración, de mi sensación de inutilidad o mi miedo, de mi desamparo y este desconsuelo, de este infinito proceso de búsqueda y de los desiertos que siento estar cruzando [no hablo de Atacama ni de promesas incumplidas. Es muchísimo más que eso...], de mi forma de auto lesionarme y de maltratarme [nótese que escribo cada palabra consciente de la carga que transporta y saboreándola, porque cada una de ellas es un mundo en sí mismo, que hay que pasear y cabalgar, como vengo haciendo últimamente].
Ella me cuenta, con serenidad y sorpresa, lo malo que arrastro por la fuerza, lo que va en mi ADN, mi propia carga genética. También me recomienda libros que me muero de ganas de leer y subrayar, cuando llegue el momento y tenga el tiempo. Y me mira desde la humildad que solo conocen y dominan quienes están regresando de ese mismo viaje, con la dulzura de quien reconoce el dolor ajeno por haberlo vivido, desde la superioridad de saber que todo pasará, que tiene fin, que es un proceso maravilloso de aprendizaje, que en realidad es útil y refuerza y es una preciosa excusa para escucharse y detenerse. M. y sus regalos...
Dar con alguien así es sanador. Un beso.
ResponderEliminarSolo con saber que ese ser existe ya ayuda a sanar, ¿verdad?
ResponderEliminarBesos y burbujas.