Es una playa ancha, larga, de arena fina y rubia, delimitada por un mar extrañamente transparente y un parque natural, con dunas protegidas, con el perímetro marcado mediante estacas de madera y unas gruesas cuerdas marineras que aguantan bien las inclemencias y variaciones de temperatura. A veces unos pasillos estrechos pavimentados con listones de madera, algún aparcamiento impecable para coches, motos, algunas bicicletas y muchas mobile homes, que suelen concentratse a convivir aun sin conocerse.
Es uno de los lugares más salvajes y cercanos, alejado y solitario, con pequeñas y grandes conchas repartidas por la arena, mayoritariamente naturista y respetuoso con los textiles, dónde no es difícil encontrar encantadores rincones para comer y se sobrevive con un pareo, gafas de sol y flip flops (os recomiendo desde aqui que sigáis el maravilloso proyecto Ocean Sole y colaboréis con ellos).
Me aferro a esta imagen. A mi último paseo despeinada y alargando forzadamente una estación agonizante, ya con jersey de algodón, entre nubes de mosquitos, unas olas blancas y espumosas y un viento frío, la humedad incrustada. Repito recuerdo como quien pone la misma canción una y otra vez. Una y otra vez...
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