Recuerdo el dolor intenso, punzante, inevitable y pegajoso de tu silencio. Cuando llegaba la hora de una de tus infinitas llamadas de cada día o cuando me sorprendías despertándome, con las sábanas enredadas entre las manos y los pies. Cuando lo normal hubiera sido que me contaras cómo había ido la reunión, el trabajo, un encuentro, el deporte. Sobretodo cuando era yo quién quería escuchar y oir y sentir y valorar. Quizá porque habíamos vuelto a discutir y tu indignación era desproporcionada pero persistente. Callabas. Tampoco me dejabas hablar. Siempre creíste que compaginaba demasiadas posibilidades y que alguna vez llegaría quien me apartara de ti, que yo sola no me iría ni me quedaría nunca. Era entonces cuando yo regresaba porque tu silencio me partía en cientos de miles de pedazos pequeños [yo siempre tan hiperbólica], buscando tu voz, el perdón y el reencuentro, el poder reanudarnos como si eso fuera posible, como si hubiera futuro, para que no llegara la soledad y se instalara en el sofá, vacío, de casa. Saberte callando y, sin embargo, presentirte tan activa con todos los medios a tu alcance, recontactando nombres irreales, recuperando diálogos interrumpidos, porque la soledad tampoco es para ti. Cuando no estabas, a mi se me acababa la vida y no quería ni moverme, pendiente de una llamada que no se producía nunca, un aviso, un mensaje. No había planes, tampoco ilusiones ni alternativas. Seguías callando, con el tiempo. Y no estabas y no sabía de tin ni siquiera podía creer en la esperanza. Ni sonreir.
Pero me aprendieron a vivir...
Yo he vivido esa situación que relatas.
ResponderEliminarHace falta que los días se desprendan, muchos, para poder decir que te "aprendieron" a vivir. Y muchas lágrimas rompiendo el silencio.
Beso, con media luna :)
Si. Son situaciones que vivimos más de una vez en la vida, ¿verdad? Y conseguimos olvidar lo durísimas que son... Somos supervivientes. :)
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