lunes, 9 de febrero de 2009

Vivir, convivir...

Quizá no. Bien, en realidad es una certeza, que no. Pero déjame que te cuente. Así sabrás que, tan pronto como los niños bajan del coche para acudir a la escuela, mi mano derecha comienza a marcar tu número y aparece tu voz. Eso es a primera hora de la mañana, aunque haga más de dos que sonó mi despertador. Cada día es una conversación diferente, que conoce ya [tanto tiempo] casi todos los registros: la explicación plana de algún hecho, el rememorar tiempo compartido en algún lugar de ya tantos continentes, el pasearse por el fin de semana que ha de venir y que -siempre- nos apetece por alguna razón que hemos disfrazado de excusa, la pérdida de la paciencia o rebelarse contra la resignación que es el único camino, la furia por algún problema de tráfico, incluso los silencios y tantas risas, los sueños. Esa larga conversación finaliza al llegar al trabajo y te aviso con voz débil y un ya estoy en el párking... Transcurre la mañana laboral y sueles llamarme un par de veces, de nuevo con alguna nueva excusa, y poco podemos decir porque tenemos gente próxima. Después de la comida una breve llamada resumiendo los pormenores de la mañana laboral y explicando los planes para la tarde, mientras sigo en el despacho. Es al salir de él cuando, justo antes de tomar la curva, vuelvo a llamarte con la derecha, que la izquierda se entretiene con el volante, la mirada fija en la carretera, que ya nunca he vuelto a despistarme desde aquel día. Es otra larga charla, un poco más alegre, más feliz, que el día está acabando y nos acerca un poco más, la jornada terminó y hay tiempo por delante para escuchar, oir, callar. Se suceden los detalles, las anécdotas y las reacciones, las pequeñas quejas y las conversaciones de conocid#s, amig#s y familiares, los planes de los demás y los nuestros, una nueva idea sobre algún lugar que visitar porque se inauguró un restaurante o un hotel o una ruta o nos hablaron tan bien de algún paseo o país... De nuevo aviso con la frase en cursiva, mientras se abre la puerta muy despacio, aunque sin desesperar porque voy con la prisa justa, la de no querer entrar, la de querer subir cuanto antes a casa para cambiar de actividad y de profesión y condición. Algún correo escrito de pie en algún rincón de la casa y el indefectible mensaje corto de cuando te acuestas, para contarme que el día sí acaba en ese momento, estás en orden y en casa y ya falta menos. Sí, ya sé que no vivimos en el mismo lugar. Pero a mi me cuesta discernir entre la sutileza de vivir con alguien [ningún sentimiento, la cama muerta, los silencios interpuestos y los mundos paralelos, además de la conviviencia] y vivir con alguien [aqui va el post entero, el que cuenta las ganas y la alegría, la cuenta atrás y las risas, los silencios y las penas, los miedos y el planear nuevas posibilidades].

2 comentarios:

  1. Y yo envidio esa convivencia, esa que relatas, porque de todo lo que he tenido en mi vida, de cada día y cada noche compartida desde mis diecinueve solo recuerdo haber sido la persona más feliz del mundo durante esa convivencia. Aunque lo mejor no era esa sensación de plenitud sino creerte invencible, inmensa, eterna.

    Esta mañana recordaba cómo eran mis mañanas en las que su voz era el comienzo de la luz de cada día. Luego recordé que el teléfono está mudo desde hace mucho tiempo.

    Me gusta lo que has escrito. Acercas la ilusión.

    Beso, de tarde, con sabor a café.

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  2. Por eso creo, Lareth, que hay que recomenzar, de alguna forma y encontrar un nuevo objetivo, la dirección. Y caminar...

    Beso, cuadrado. Así :]

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