Somos animales. De costumbres. Lo de los hábitos lo dejamos para un tercer género al que aludía una de mis múltiples colaterales en su tierna infancia (que nadie se preocupe, por favor. Es una broma familiar que no va a ser comprendida y no tiene la menor de las importancias). Creo que me atrevo a decir que tener encuentros profesionales (lo que viene a llamarse coloquialmente reuniones) con desconocid#s forma parte de mi día y no se me da demasiado mal. Recientemente, justo antes de dar comienzo a un fin de semana, se produjo el último caso, un poco con pistola en el pecho y más de acompañante, consorte o florero (quien me conoce sabe que no me refiero a mi propio físico, al usar esta acepción para mí misma) que de responsable que organiza algo motu proprio, como suele ser.
Nos situamos.
En esta mi ciudad hay tres arterias que conforman el shopping line. Dentro de una de las dos que unen mar y montaña, más o menos, se encuentran dos joyerías (lo demás, no cuenta): la local y la importada de la capital del Reyno. La cita era en una de estas dos, en hora punta y la espera en la simbólica barra de bar con camarera oriental fue muy breve, lo justo para observar y absorber. Un chico de mi edad (ergo, ¿un señor?) pero con estudiada barba de tres días que blanqueaba, se ubicó a nuestras espaldas y, sin ninguna discreción, estuvo algunos minutos tratando de escuchar hacia dónde iban nuestros comentarios y de qué trataba nuestra conversación. En esta tierra, como en otras, el espionaje se nos da muy bien, como rezan los periódicos. Se presentó a sí mismo con un aire distante y desinteresado que me pareció descortés y acerté con la percepción porque fue el interlocutor altivo y difícil con el que tuvimos que lidiar casi una hora. Nos acompañó al piso superior y la decoración a base de terciopelos morados y plateados, brillantes, se me incrustó en la pituitaria, dónde se ha quedado instalada de manera permanente.
Aquí se produce el impacto. Atención.
"El" gerente del local resultó ser una jóven de unos treinta años, rostro angelical y caucásico típico de revistas y pasarelas de este nuestro mundo, sobrepasando el metro ochenta y cinco (mal contado, no pude medirla aunque debo reconocer y lo reconozco que, a solas, no me hubiera importado hacerlo), sin alcanzar, probablemente, los sesenta kilos. Blandía una preciosa sonrisa personalizada en cada ocasión en la que su partenaire nos asestaba un revés y su mirada líquida y comprensiva se abría paso en los momentos más hostiles, dulcificando la atmósfera. Confesó haber sido profesional de la moda desde siempre y hasta que maridó al cachorro de la Casa que nos alojaba momentáneamente, a quién acabó por presentarnos una vez finalizado el encuentro.
Hay cosas que se saben. Y ahora sé perfectamente la razón por la que esta mujer (inteligente, dulce, esforzada constantemente para no apabullar a sus congéneres, amable, educada, próxima y de facciones perfectas) escogió a ese hombre.
Solo me queda por añadir que a mi esa belleza me turba, me incomoda y me corta la respiración. No es lo que persigo, naturalmente. Pero en las contadas ocasiones en las que he debido tratar a este tipo de ejemplares, la realidad es que me he sentido realmente incómoda, en desventaja y en desigualdad...
Nos situamos.
En esta mi ciudad hay tres arterias que conforman el shopping line. Dentro de una de las dos que unen mar y montaña, más o menos, se encuentran dos joyerías (lo demás, no cuenta): la local y la importada de la capital del Reyno. La cita era en una de estas dos, en hora punta y la espera en la simbólica barra de bar con camarera oriental fue muy breve, lo justo para observar y absorber. Un chico de mi edad (ergo, ¿un señor?) pero con estudiada barba de tres días que blanqueaba, se ubicó a nuestras espaldas y, sin ninguna discreción, estuvo algunos minutos tratando de escuchar hacia dónde iban nuestros comentarios y de qué trataba nuestra conversación. En esta tierra, como en otras, el espionaje se nos da muy bien, como rezan los periódicos. Se presentó a sí mismo con un aire distante y desinteresado que me pareció descortés y acerté con la percepción porque fue el interlocutor altivo y difícil con el que tuvimos que lidiar casi una hora. Nos acompañó al piso superior y la decoración a base de terciopelos morados y plateados, brillantes, se me incrustó en la pituitaria, dónde se ha quedado instalada de manera permanente.
Aquí se produce el impacto. Atención.
"El" gerente del local resultó ser una jóven de unos treinta años, rostro angelical y caucásico típico de revistas y pasarelas de este nuestro mundo, sobrepasando el metro ochenta y cinco (mal contado, no pude medirla aunque debo reconocer y lo reconozco que, a solas, no me hubiera importado hacerlo), sin alcanzar, probablemente, los sesenta kilos. Blandía una preciosa sonrisa personalizada en cada ocasión en la que su partenaire nos asestaba un revés y su mirada líquida y comprensiva se abría paso en los momentos más hostiles, dulcificando la atmósfera. Confesó haber sido profesional de la moda desde siempre y hasta que maridó al cachorro de la Casa que nos alojaba momentáneamente, a quién acabó por presentarnos una vez finalizado el encuentro.
Hay cosas que se saben. Y ahora sé perfectamente la razón por la que esta mujer (inteligente, dulce, esforzada constantemente para no apabullar a sus congéneres, amable, educada, próxima y de facciones perfectas) escogió a ese hombre.
Solo me queda por añadir que a mi esa belleza me turba, me incomoda y me corta la respiración. No es lo que persigo, naturalmente. Pero en las contadas ocasiones en las que he debido tratar a este tipo de ejemplares, la realidad es que me he sentido realmente incómoda, en desventaja y en desigualdad...
¿Pero al final?
ResponderEliminar¿qué pasó al final?
TLS: ¡nada! ¿qué iba a pasar? se podría resumir todo el rollo con una frase: "el viernes conocí a una mujer preciosa que sale en los medios y por motivos de trabajo". Fin. :(
ResponderEliminar¡¡Bueno!!
ResponderEliminarYo pensaba que a veces escribías sobre sueños...
Soñar Soñar SSsooñaar