No es un lugar. Es una burbuja. Suspendida en el cosmos, en algún lugar indeterminado del que cuesta regresar. Es un espacio en el que se siente, se vive y, sobretodo, se ríen lágrimas. Y se lloran, alguna vez. ¿Por qué no había de ser así? Se comparte lo bueno, lo excelente y lo exquisito y también alguna sombra, algún miedo, recuerdos, fugazmente. No se niegan ni se reniega porque la unión nos hace fuertes y lo que viene de fuera ayuda a apretar más intensamente el abrazo.
Esos abrazos que exceden deliberadamente de los veinte segundos, en los que nos instalamos dándonos la vuelta, esperando las microsensaciones que se producen en la horizontalidad de nuestros cuerpos, mientras bajan los biorritmos y crece el bienestar. Los ataques de risa que hacen difícil deglutir líquidos [microdifundidos a la cara, incluso] y sólidos cuando nos sorprenden a media ingesta, como criaturas. Los que irritan la garganta y hacen carraspear durante horas. Aquellos que nos humedecen los ojos y nos liberan completamente de cualquier tensión, tal vez física.
Las canciones y sus estribillos que introducimos en cada conversación, volar [de día o de noche] en moto por la ciudad como si yo fuera tu mochila, asida a tu espalda por encima de tus hombros con mis brazos, con las piernas enlazadas sobre tus caderas y apoyadas en tus muslos, asegurada, segura, a pesar de la velocidad y de mis repetidas advertencias [ya sabes que si algo sucede la que saldrá literalmente volando seré yo...]. Reduces un poco, mi casco golpea suavemente contra el tuyo. Maldita cruz. Quiero regresar a mi isla griega. Contigo, naturalmente.
Primer destino superado. Consensuado deprisa. Y un segundo. Y los que han de venir...
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