He tenido la suerte o la desgracia de ser la pequeña de una gran familia numerosa (eso sucedió antes de que el mundo se hiciera pedazos). Pero podía haberme pasado igual siendo la única mujer, el hijo sandwich, la mayor o la hija única. Indudable que la infancia y el entorno en el que se desarrolla es crucial. Pero también lo son la genética y la predisposición. Y hasta el aire que respiras y los paisajes que observas de niña. En algún momento me llegué a saber los porcentajes de cada uno de esos elementos pero, francamente, los borré. Como a tantas personas y recuerdos, por ejemplo.
Decía todo eso, antes de que se me fueran los dedos a sobrevolar el teclado sin dirección, porque hace días que pienso en un aprendizaje que alguien me regaló hace años y que, visto en perspectiva, ahora, adquiere una importancia impensable.
Fui una persona caprichosa que en la adolescencia y la juventud jugueteó con sentimientos propios y ajenos, provocando y padeciendo celos, tirando y aflojando relaciones, comenzando y acabando a voluntad, sufriendo a veces y deduzco que haciendo sufrir. Eso que ahora sé totalmente insano y hasta inadmisible era mi moneda de cambio. Vergüenza siento ahora al recordarlo. Tanta como gratitud con la maestra que, de un golpe seco en la nuca (es un símil, calma), me sacó de ese bucle enfermizo que, deduzco, podía venir de mi modo de interactuar con mi ascendiente materno. Con toda probabilidad. Tenía que esforzarme mucho entre tanta gente en casa para que me prestara atención y demostrara que me quería.
Decía, de nuevo, que recuerdo haber iniciado una relación a distancia (una de tantas... pero la importante, básicamente) y en mi soberbia supongo que decidiría tratarla como a las anteriores (relaciones). Para mi, la anormalidad era normal. Para ella no.
Y decidió hacerme saber, de algún modo directo pero sutil, que esos juegos inmaduros de criatura malcriada no funcionaban con ella. Y verbalizó en un frente a frente lo que no le gustaba, lo que no quería, lo que no esperaba ni de mi ni de nadie, ni de su compañera en la vida ni de su amor. No puedo recordar los detalles (me perdonaréis pero tengo la mente ocupada en otras cosas) pero voy a concluir el relato diciendo que me enseñó que mi forma de ser (en aquél momento) no era de recibo y que, fácil, había que elegir. Muy fácil.
Si quería estar con ella, tendría que comprometerme a no más juegos, a estabilidad emocional, a un cierto compromiso (atrás Satanás!!! qué palabra horrible para mí...!), a ser seria en mis promesas, a avanzar hasta dónde nos llevaran la vida, mis descendientes, nuestros ascendientes y los kilómetros que nos separaban.
Respondí que sí. Me formateé. Me hice adulta emocional y nunca más jugué a que la cuerda se podía estirar a límites arriesgados. Si estaba implicada en la relación, lo estaba. Si quería terminarla, no había más que decirlo. Y así nos relacionamos durante muchos años. Y nunca podré agradecérselo lo suficiente...