lunes, 10 de agosto de 2020

Ganas...

Hoy las velas de colores sobrevolaban todo, empujadas por el Garbí o la Tramontana típicas de la zona. Caras de felicidad entre deportistas, observadores y turistas, además de entre los miembros de los grupúsculos de amigos que se dan cita cada mañana [bien entrada, después de dormir la fiesta -con efe- de la noche anterior] a la derecha [mirando al mar desde el paseo] del chiringuito (sic).

Felicidad. Preciosa palabra... Aunque la pronuncie solo como observadora de los pequeños detalles de las felicidades ajenas. Siempre me han parecido insultantes cuando yo no estoy en un buen momento... Pero no sabría decir si solo me pasa a mí.

He visto madera de deriva al final de la arena, tocando justamente al paseo. Grandes troncos abandonados, de manera aislada, castigados por el sol y de ese color beige desvaído tan característico de largas temporadas a la intemperie. Vestigio de las tempestades que nos arrasaron antes de que todo cambiara; y he sentido pena, aunque no soy capaz de saber si el sentimiento era por esas maderas, por todo lo vivido últimamente o por mí misma. Pero sí. Ha sido pena.

Tumbarme sobre un pareo boca arriba [hoy que perdí mi toalla color lavanda], después de aplicar la crema de manera concienzuda [allí dónde no me pongo, me quemo], acomodarme dándole forma a la arena para que se adapte a mi cuerpo con precisión y suspirar mientras cierro los ojos. Es un ritual. Eso hice hoy por necesidad. Y algo de oposición externa, que vencí con autoridad. Por supervivencia, probablemente, hoy me regalé playa. Para escapar un rato de mi misma, para huir un poco de todo. Para no tener que hablar, para no verme obligsda a escuchar, para abstraerme metida hacia dentro, para ausentarme de esta realidad.

El mejor momento del día, el rato de playa, a pesar de haber añadido, para hacerlo realidad, coche y cansancio a las rutas de ayer [tan poco acostumbrada como ahora estoy a tocar volante, tan cansada como me desperté hoy de una noche breve], junto con un paseo al trote, en soledad, y silencio que sólo rompía (una dulce) música italiana y brasileña inyectada en mis oídos, mientras se ponía el sol y el mundo se teñía de dorados y naranjas, entre campos de maíz de un verde intenso e insultante, parando a llenar mi botella de agua en la mejor fuente del lugar. 

No he sumergido la cabeza en el agua limpia y fresca. Pero tenía ganas...

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