Soy de exterior. Como algunas plantas, mobiliario o tejidos.
Me gustan el sol, el mar y el viento, vestir liviana y con pocas prendas, recibir el viento en la cara, como las gaviotas, que lo encaran siempre de frente, y que me desordene el pelo aunque no soporte ir despeinada. Contradicciones ninguna. Cuando me siento libre el pelo y yo vamos a nuestros aires. Y nos enfrentamos a todos los convencionalismos con la cara bien alta. Sin complejos.
Quedan algo así como diez y nueve domingos para que sea verano. Lo que a mi me gusta es que sea verano, por supuesto. Y la primavera. Y acercarme al mar, comerme el sol, desprenderme de casi todo. Perderme en pueblos costeros y navegar rincones inaccesibles por tierra.
El frío que disfruto es muy blanco y este año está siendo imposible. Por lo tanto, es accesorio [el frío] y sobraría y aún apetece más que desaparezca y que vuelva a ser primavera, pero ya, enseguida, muy pronto, sin demora. Los cerezos han florido. Imagino que los almendros también. Son los brotes de esperanza que recuerdan que los días se alargan y la etapa gris y lluviosa, húmeda y fría empieza a decaer.
Me concentro en cosas minúsculas, como éstas reflexiones: son lo único que puedo gobernar, de alguna manera, directamente, ahora que lo crucial está fuera de mi alcance, en manos de otr#s y cultivo extensivamente la paciencia como si fuera la cosecha esperada de un campo de maíz...