Hoy llamaría a mi madre. Y hablaría largamente con ella. Es probable que la llevara a comer a un sitio bonito, cerca del mar. Y que acabara proponiéndole lo que deberíamos comer, que la sorprendería y le encantaría. La imagino sonriendo y mirándolo todo, a nuestro alrededor. A alguien debo haber salido para distraerme siempre con el movimiento ajeno.
Tengo tantísimo que contarle, que se ha venido acumulando durante estos años, que creo que no me bastaría con una sola cita. Pienso que trataría de alargarlo y quedarme con ellamás tiempo, más días. Para vivir cosas tan bonitas como una conversación frente a frente entre platos, copas y cubiertos, recibir sus consejos y sugerencias, escucharla pedirme que baje el ritmo y aprenda a descansar de una vez por todas, hablarme de la vida y la muerte. Para instalarme entre sus brazos, como cuando era niña y la buscaba para que me quisiera.
No pasearíamos, porque su movilidad era un poco limitada por una operación de tobillo y ella muy digna. Tampoco me preguntaría cosas, que siempre esperaba a que fuera yo quien le hablara, para evitar que saliera huyendo de situaciones comprometidas. Cuando me acorralan, huyo.
Pienso en mi padre. Hace tantos y tantos años que no está que he dejado de contarlos, no le recuerdo en movimiento y se me borran sus facciones. A veces miro su fotografía, para redefinir su nariz, su cabello, sus profundos ojos azules, su sempiterna sonrisa y su bigote. Le recuerdo fumando cigarrillos rubios ingleses, encadenándolos. Y haciéndome reír, con un humor fino de la misma procedencia que la de su tabaco. Que no sé de dónde pudo haberlo sacado.
Hoy va de padres. Y de recuerdos. De orfandades mal disimuladas y de nostalgia de abrazos poderosos, de los que transmiten seguridad, confort, paz y tranquilidad.
Hoy iría de lágrimas. Pero, en realidad, estoy demasiado contenta y demasiado arropada como para permitírmelo...
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