miércoles, 18 de diciembre de 2024

Aire y escapadas...

Me alimento de aire.

De grandes bocanadas de aire.

Procuro respirar con consciencia. Inspiro despacio y profundamente. Espiro larga y lentamente.

Como me pide que haga la voz que cada mañana y cada noche me guía hacia algo que llaman paz y relajación. Bueno, hago lo que puedo, la verdad.

No sabría decir si funciona. Pero, como soy metódica para lo que quiero, de momento sigo con mi nuevo hábito, como si estrenara zapatos y fuera pequeña.

Todavía da vueltas en mi cabeza un encuentro de este lunes en el que había depositado cuatro o cinco ilusiones.

Creo que necesitaba hablar de él.

No sé por qué. Tampoco duraron mucho, las ilusiones, quiero decir. Como el encontronazo (porque no fue un encuentro de los que dejan indiferente), sino un cruce violento, por llamarlo de alguna manera.

Me bastaron treinta minutos en medio de la nada, una tarde negra con una enorme luna naranja, helada por dentro y por fuera. Me había costado llegar hasta allí. Era un pueblo que no conocía. Y me anticipé, como es habitual en mí.

Una mirada bastó. Y creo que fue en dos direcciones. A ella tampoco le interesó nada ver a una mujer pequeña, con dolor, apagada y frágil. Eso se ve en los andares, señoras.

Y ella es, precisamente, experta en eso. En andares, en pies, en movimiento.

Tenía previsto hacer ejercicio, probar algo nuevo y muy saludable, quizá ampliar el círculo polar social en el que vivo. 

Ilusa de mí.

Pero nada.

Suciedad extrema. Precariedad. Una austeridad rayana en la pobreza. No era minimalismo, no.

Era algo que me espantó. Supongo que por mi extrema fragilidad, claro.

Me quedé un rato sentada y haciendo estiramientos en un tatami azul piscina mal cortado y peor montado. De esos que se adaptan como un puzle. Pues éste estaba cortado y sin unir, con lo cual el suelo de baldosa antigua se adivinaba en los perfiles. Y el polvo y todo lo demás.

Respiré. Me estiré. Me abstraje. Intenté leer un folleto que ella misma me recomendó, mientras hacía tiempo para empezar la actividad con un grupo de desconocidos.

Pero fue imposible aguantar. La espera, el lugar, el frío. La oscuridad y las incertidumbres. Tener que regresar a casa, coger el coche y cruzar campos negros, sola.

No pude. Puse una excusa increíble y me escapé. Como quien huye de algo que sabe que no le conviene, como quien no encuentra refugio ni consuelo. 

Aunque antes de cruzar la desvencijada verja de madera me atrapó en un abrazo gélido, antinatural, forzado, de cara a los alumnos que hacían su clase y no entendían ni qué hacía yo ahí, ni por qué no me quedaba ni por qué me marchaba.

Me marché. Nada más. Sin darme la vuelta ni mirar atrás...

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