Voy a dejar esta silla, este lugar, por unas horas, en breve. Y hoy no quería que este espacio quedara en blanco, quizá porque quiero dejarlo todo en orden antes de volar, como siempre, porque solo tengo un breve pensamiento que escribir. No mucho, en realidad.
Hay momentos en los que me siento como esos faros que a veces llegan a nuestras pantallas, instalados en medio de un mar embravecido, con olas de muchos metros de altura y espuma blanca; son imagenes de aislamientos y miedo, de humedad y viento, de agua salpicada por todas partes, también en el alma. Lugares que piensas que no resistirán la fuerza del mar, rodeados de azul oscuro, casi negro, y de toda la soledad. Hubo un verano en el que, después de quince días rodeando la isla en coche, la única nota de color para nuestro ánimo decaído, vino por un faro [naranja y amarillo, ambos apagados] en un extremo del fiordo.
Me gustan los faros, aunque representen la soledad y el aislamiento, el temor y la resistencia, la fragilidad. A la vez. Aunque no me gustaría tener que escoger uno de esos lugares para pasar la noche...
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