El primer pensamiento de hoy, de madrugada, a media noche, fue para regresar, con calma y cuidado, a la playa de ayer, remanso de paz, que quedó magistralmente inmortalizada para siempre en una combinación de azules horizontales, separados por franjas claramente diferenciadas. Y en medio yo...
Un punto oscuro, yo, con un reflejo dorado de vetas marrones, presente y consciente, incorporada al momento. Despidiéndome despacio. Del día, del lugar, del reposo y la desconexión, del mundo que nos envolvía. Sin querer irme, por supuesto. ¿Dónde se fueron todas esas horas? ¿En qué, si no hubo lectura ni grandes actividades?
Quizá algunas carícias y el contacto de nuestras pieles desnudas, un par de besos, hablar de todo y de nada, guardar silencio, entrar y salir del agua, jugar con las piedras y buscar alguna especial de forma y color. Comer frugalmente y beber menos de lo que yo debería, para acabar robando una ducha y tomando un refresco que sabía a tesoro, a premio, a recompensa y a cualquier cosa bonita.
Estas desconexiones maravillosas que recargan baterías, cauterizan heridas abiertas, actúan de bálsamo y rebajan la frecuencia y todos los niveles de lo que nos arrastra cada día hacia no se sabe dónde ni, sobretodo, por qué. Parecen cualquier cosa pero no: a mi, al menos, me alimentan el alma y me ayudan a bajar revoluciones, me regalan armonía. Son así de importantes para mi, esos momentos. Así que doblemente gracias por dejar que te lo mostrara, por compartirlo conmigo a pesar de todo...
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