Qué fácil, a veces, entrar en las vidas ajenas. Y construir despacio, sin darte cuenta, vínculos que van atrapando.
Son los buenos días y las buenas noches, el cómo estás y qué tal la noche, la cena; son, sin querer, la compañía y la presencia en la distancia. Es el ir compartiendo cosas pequeñas o enormes, escuchar palabras de consuelo, de apoyo, de empujar la soledad un poco cada día.
Empiezas a dar por hecho que está ahí y te nutre y empodera, porque en cierto modo convives, vives lo mismo y también te preocupa que por su parte todo esté en órden.
Hace poco alguien desconocido me preguntó cómo saber si una persona nueva era de fiar, ya que todas decimos que somos una maravilla. Parafraseé a alguien crucial en mi vida y respondí: comiendo con ella un kilo de sal. Infalible.
De pequeña pensaba que eso era imposible. Ahora entiendo que un kilo de sal da para bastantes comidas, quizá las justas, tal vez alguien haya hecho el cálculo.
Pero me temo que la cultura popular se apunta un tanto y vuelve a tener la razón.
Una cree que conoce a alguien y de pronto la atacan los reproches por la espalda. Y te quitan el sueño, te dejan miedo e inseguridad. Luego también vendrá alguien a contarte que has debido sufrir mucho, que tienes la autoestima un poco tocada. Y así.
Otra cree que lo que empezó fácil va a poder acabar igual. Pero las entradas en vidas ajenas se deslizan suaves; en cambio, las salidas son bruscas, como expulsiones, porque transforman y casi siempre duelen y son interminables. A veces.
¿Verdad?
Yo estoy en ese momento de la vida que no dejo entrar a nadie ni con un cuarto de sal...me encuentro segura y se me han quitado los dolores de cabeza
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