¿Recuerdas cuando me despertaba cada día antes de las siete de la mañana y me paseaba por la casa a oscuras ordenando, recogiendo, preparando desayunos, porque ellos eran todavía pequeños? duchas fugaces y el pelo sin secar para luego comenzar esas larguísimas jornadas en las que recorría cien kilómetros al volante para prestar mis servicios profesionales [ha sonado mal, ¿verdad? los servicios son legales; lícitos, quiero decir...] y sentir que siempre llegaba tarde: a la ida [y después de dejarles en la puerta del colegio], al trabajo [siempre conduciendo medio dormida, con el coche lleno de bostezos y conversaciones telefónicas entrecortadas] y a la vuelta [casi a rastras, por el agotamiento acumulado en la piel por el paso de las horas] al lugar en el que debía estar: en casa con ellos, en las consultas o en sus pequeños e importantisimos recados, yendo y viniendo de partidos y fiestas y organizando a distancia la compra de regalos sorpresa o material escolar... O las compras de alimentos siempre por internet, sin poder elegir [como mandan los cánones] con el tacto y la vista los productos frescos; siempre las fotografías pequeñas en el margen izquierdo de la ficha de pantalla, tan engañosas gracias al marketing. Largas jornadas de once horas en días laborables, aprovechando el único tiempo libre verdaderamente mío para el deporte que reforzaba las zonas que habían de aguantar una maltrecha columna vertebral en esa dura vejez que se me había diagnosticad tan pronto... ¿Recuerdas esas noches en las que, al llegar a casa, había que ayudar a hacer deberes o repasar controles o redactar trabajos o documentarse en la red, mientras preparaba la cena y recorría la casa de un extremo a otro, deteniéndome en la cocina, para atender sus respectivas necesidades en distintas habitaciones? luego llegaba el momento de la cena, rápida y poco abundante [ellos siempre han sido delgados y nunca grandes comedores y a mi ya por aquel entonces no me convenía...], algunas conversaciones a tres bandas y cada uno a lo suyo: en busca de un pc para comunicarse o de una tv para desconectarse. Y yo a revisar o redactar los documentos y mensajes que habían quedado pendientes, que la jornada no me había alcanzado para todo... ¿Recuerdas cuando te contaba que llegaba agotada a la cama, con fuerzas para una lectura en diagonal de cuatro o cinco páginas de, obviamente, libros que se eternizaban en mi mesa de noche y que, encima, dormía mal y arrastraba unas ojeras endémicas que eran las que me presentaban en sociedad? ¡Ah! ¡Qué tiempos aquellos!, ¿verdad? Escucha... escucha... ha vuelto ese pájaro tan raro que bebe del agua de la piscina. No, no es el viento que sopla fuerte. No. Y no me cierres el ordenador, que tengo una última historia por terminar, antes de irnos al aeropuerto, pero estoy dándole vueltas a una idea todavía. Claro que te la voy a leer, pero cuando esté lista, ¿vale? Dame la copa, anda. Te pondré un poco más de vino blanco antes de que empecemos con la comida, así vas terminando la maleta. Y no te olvides mi crema de manos como la última vez, por favor... Ven, ven, acércate, no te enfades, que sabes que tengo razón porque fue culpa tuya... Venga, dame un beso. Nos vemos en la cocina dentro de cinco minutos. Ni uno más...