Un cementerio pequeño, en un pueblo del mismo tamaño, en un valle italiano de alta montaña. Me encantan los cementerios y entro porque no puedo evitarlo, porque tengo tiempo de sobra y porque mi compañía acepta la proposición.
Un breve paseo, sin intención de perturbar descansos, hablando poco y en voz baja, sacando tres fotografías en un momento lumínico maravilloso. No nos detenemos en grandes observaciones pero en seguida nos sobreviene una: qué longevidad en este lugar... Los que allí yacen (en rectángulos tan pequeños que parecería que albergaran a niños más que adultos; con tierra en la que es posible plantar cualquier tipo de planta que se ocupa de sobrevivir sin grandes cuidados; con fotos, fechas, placas, algún objeto personal -un ángel en tridimensional abrazando un corazón, por ejemplo y entre otros muchos-) vivieron más de ochenta años. Y no todos son recientes, así que el mérito se multiplica.
Me detengo en una de las zonas que tienen una pared blanca, en lugar de estar directamente en el suelo, con dos fotografías ovaladas de unos diez centímetros de ancho y quince de alto, idénticas, en las que aparece un matrimonio local, también en blanco y negro, elegantemente vestidos. Serios, sin sonrisa, con peinados cuidados y tocados por un sombrero, él, y una breve tela negra, ella.
Intento preguntarme qué es exactamente lo que me atrapa ante ese lugar. Me quedo y me entretengo y saco una fotografía con el teléfono [que puse en vibración antes de entrar en el lugar, por precaución], sin grandes pretensiones. Y es justo después cuando me doy cuenta de que también fueron longevos y tuvieron una larga vida en común.
Comenzaron su vida en momentos y lugares distintos [él llegó primero, unos cuatro años, que ella].
Pero la terminaron en el mismo pueblo. Con solo cinco días de diferencia. Él fue también quién se fue el primero.
Me gusta pensar que ella se murió de pena, en su ausencia, y decidió que era una tontería seguir ahi... hace más de cien años...
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