Este septiembre venía cargado y eso no es una sorpresa, porque estaba previsto. Mucho aeropuerto y decenas de taxis, cabeza gacha o saliendo casi por la ventana. Frío y lluvia, calor y sol. Un poco de todo para entretenerme y enriquecer lo que voy viviendo. Huelgas de tren y cambio de billete y de medio de transporte. Ya soy mayor para jugármela quedándome como tirada en una sala de espera y sin horario ni expectativas.
Largos pasillos recorridos sin grandes prisas. Otra de mis novedades: ocuparme del estrés, gestionarlo y evitarlo, dejándolo lejos, atrás. Y, sin embargo, la valoración: en los últimos diez años he tenido tres maletas de cabina, coincidiendo con diferentes etapas. Una negra, una roja y una azul, todas del mismo fabricante.
Ahora llevo una corporativa, ligera, porque arrastrar esa prolongación con ruedas de mi ser que empieza al final de mi mano izquierda me ha distendido el ligamento del codo y las molestias aumentan. El tema preocupante no es, por supuesto, el dolor [anecdótico] si no el hecho de que no me despego de la maleta y de medio armario para atender las diferentes circunstancias.
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