Debajo de sábanas y mantas suaves de entretiempo. Entre cuatro paredes y algún tabique para cocinar un poco. Detrás de los párpados mientras pensaba en cómo defenderme de todos los miedos. Dentro de la música inyectada en mis oídos sin ni siquiera escuchar la letra. Intentando formar parte de las historias de unas series que he ido dejando al empezar, sin piedad, sin segundas oportunidades. Ocupándome con tareas mecánicas a las que me he dedicado con el mejor de mis perfeccionismos, ahora de aficionada. Chequeando compulsivamente un teléfono en busca de trazos, indicios, datos, noticias, cualquier cosa, algo. Soñando recuerdos, valorando lo que ya no es. Me he escondido.
Todas mis hormonas en plena fiesta. Y yo alejándome. De mi misma, principalmente. Leyendo, entrando en silencio, desconectada y con un sueño que se corta y cuesta y es breve. Dopamina me ha llamado y la vida me ha costado disfrazarme para salir y volver a entrar y comenzar a correr sobre una cinta que cada día va un poco más deprisa durante un poquito más de tiempo. En éstas circunstancias hay que ponerse retos fáciles. Y yo me conformo con recuperar mis cuádriceps para el invierno y dejar por ahí algo de peso. No es mi dieta favorita pero sí la más efectiva: la del disgusto. Se te encierra el estómago, escondido, como yo. Y se te vacían los lagrimales, drenando. Es un volver a empezar y tomar decisiones, eligiendo qué actividad, en qué dedicar el tiempo, por dónde comenzar a rectificar la colección de errores.
Oxitocina, serotonina y endorfina se han pasado dos jornadas desgañitándose sin éxito. No han conseguido recuperarme, ni con una doble dosis de electroshock. Imposible. Me han perdido. Para siempre.
Sé que no recordaré con alegría este tiempo, éstos días. La suma de tantas cosas ahoga. De verdad...
De verdad...
ResponderEliminarTe lo prometo...
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