Esto no se lo esperaba nadie, aunque los astrólogos sabían que algo enorme y global iba a suceder, sin poder ponerle nombre porque las señales que interpretaban eran nuevas e impredecibles. Y acertaron.
No hago pan (todavía). No bajo al río a lavar sábanas ni muelo trigo. Pero estoy feliz en mi confinamiento, largo y extraño, sorprendente y útil. Los días vuelan por la ventana, duermo mucho y socializo, quizá más que nunca. La creatividad está disparada y va a la misma velocidad que mi cabeza.
Como predijeron, regresan personas del pasado y es un clásico que me roben sonrisas. Siempre he sido nostálgica y melancólica, así que ese gesto (el de reaparecer) me despierta ternura automática. Lo cierto y verdadero es que le veo la parte buena a todo este cambio de vida, que me ha dejado en tierra de varios aviones y algún tren, hasta quién sabe cuándo. Y me adapto, aunque haya momentos bajos, como en la mayoría de las casas de aquellos que no se pasan el confinamiento por debajo del arco.
Saber que todo está en orden y todos quienes me importan (mucho) a buen recaudo es una enorme paz, aunque la incertidumbre de lo que nos espera después sea como un gigante negro, con pelo y babeante que se tambalea sobre nuestras cabezas. Esto está sacando a la optimista que llevaba escondida media vida bajo el disfraz de realismo. De hecho, tengo el convencimiento de que todo irá bien. Y que yo me iré bien lejos de aquí...
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