Estoy empezando a perder la costumbre de estar frente a un ordenador y, como al papel en blanco, empiezo a temerle. Por eso antes de empezar a escribir en un teclado blanco que me resulta poco familiar pero tremendamente cómodo y agradable al tacto, me paseo las palmas de mis dos manos frente a la frente, sobre los ojos, en busca de la inspiración y la concentración. Trescientas mil bolitas pequeñas están ahí dentro rebotando a diferentes velocidades y en todas direcciones, desordenando el caos. Oprimen, en cualquier caso. Pero al final una se acostumbra. Como a los silencios.
Hace días que necesitaba confesar algo públicamente, en busca de la penitencia que no me darán arrodillada frente a un señor de negro. Sea cual fuere, merezco el castigo y lo aceptaré estoicamente. Y es que uno de estos días, en el penúltimo de los aeropuertos transitados, me sucedió algo que todavía me avergüenza en lo más profundo. A saber. Desde hace poco he mudado de costumbres y, una vez finalizadas las reuniones, suelo bajar de los tacones y suprimir americanas. Ambos porque tengo comprobado que han de ser quitados en los controles de seguridad. Los primeros porque parece que el material interior puede ser metálico y ser detectado. La segunda, porque podrías llevar un cargador de metralleta y la propia metralleta escondidos en el interior para, cándida, intentar burlar la seguridad nacional del Estado al que pertenecen las fuerzas del orden que te acaban cacheando con libertad y profusión. A mi, últimamente, me tocan más mujeres desconocidas, profesionales, que otras personas. Y oye... a veces... qué quieres que te diga: no dejan centímetro que revisar y, además, le ponen una seriedad y un interés que...
Decía que suelo cambiarme de ropa porque he comprobado también que no me gusta mucho desnudarme en público y/o caminar descalza por suelos enormemente transitados entre escáneres de diferentes modelos. Así que, en caso de no poder cambiarme en el propio hotel, suelo hacerlo en el aeropuerto. Me gusta más caminar sin tacones, cuando los recorridos son largos y arrastro algún cansancio. La última vez busqué los servicios del aeropuerto y me encontré con que eran terriblemente estrechos, por lo que opté por entrar en el de handicapped, que estaba vacío y tenía la puerta abierta de par en par, invitándome a que no dudara en usarlo. Me estaba cepillando los dientes [otra manía idiota, si queréis] cuando sonaron unos nudillos impacientes en mi puerta y respondí que estaba occupé! Empecé a sospechar y me apresuré. Pero aún tenía que proceder con la apertura de maleta, con el calzado y con el cambio de ropa que entonces vestía en mi mitad superior. Por mucho que corría, el tiempo volaba. Se oyó un carraspeo muy forzado, sobreactuado, como para recordar que quien esperaba antes, al golpear la puerta, seguía haciéndolo ahora, transcurridos algunos incómodos minutos. Comenzó el peor de los presentimientos. Repetí eso de apresurarme y terminé la operación. Después de poner en pie a uno de mis mejores amigos [el trolley, claro], respiré hondo y me dispuse a salir, con toda la dignidad de la que fui capaz, a pesar de saberme completamente en falso y consciente de que no estaba sola ahí afuera.
Detrás de la puerta aguardaba una chica joven, morena, con el pelo largo y expresión enfadada. Sentada en una silla de ruedas.
Todos los servicios vacíos. Nadie más. Sólo ella. Sólo yo.
Sólo pude pronunciar, alto y claro, un "desolée" con la mirada baja, mientras aplicaba la empatía y me odiaba abiertamente, sin tapujos...