Al final es cierto que siempre decidimos. Al hacer o al omitir. Al cumplir con nuestro deber o al lanzarnos al barro, huyendo de lo que se espera de nosotros. Todo influye, posiciona, contribuye y define. Somos quienes queremos ser. Quienes no cambiamos cuando echamos la vista atrás y nos descubrimos posicionados ante alguien, algo, todo, la vida.
De poco valen las excusas, contarnos frente al espejo que había una razón poderosa para ir o no, para decir o no, para sentir... Somos. Y hemos cambiado, al decidir una u otra opción, al esperar algo, al contribuir al silencio, al considerar que el tuyo propio puede determinar a terceros.
Cada día decidimos. Hasta arruinar nuestra vida de mil maneras, tomando caminos arriesgados, que pueden destrozar. Coquetear con el entorno, ponernos al límite, perdernos buscando lo improcedente porque detrás hay una oferta irresistible. El vacío de la soledad, el miedo a la vacuidad más superficial, reconocer el propio fracaso. Sin mirarse a la cara. Vemos lo que odiamos.
Todo regresa, al final. Nos viene de vuelta. Como las decisiones que tomamos sin intervenir, deseando no precipitarnos, creyendo que hay tiempo, que podemos ir tirando, incluso sin llegar a decidir, a veces. Como el ayudar a todos menos a uno mismo. Apelando a la responsabilidad para con los demás y eludiendo el deber de socorro hacia sí. Inconsciencia, irresponsabilidad o quién sabe? Pues hay que saber... No todo vale. No hay que mendigar gotas de afecto en el exterior cuando hay en los aledaños cucharas soperas repletas. Hay que abrir los ojos, el corazon, el alma y escuchar los silencios y los gritos. Las guerras silenciosas.
Suerte que has querido que amaneciera, por fin y entre carcajadas...
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