La decisión tomada, a pesar de todo. Y de las dudas y los miedos. Imposible seguir con esta incertidumbre y el enorme desasosiego que aprieta mi garganta y ralentiza mi respiración, además de perder mi mirada. Estoy idiotizada, desde la última vez, desde la primera. Me enfrentaré a eso, a lo que tenga que ser, a lo desconocido, a tenerla delante, porque no tengo alternativa, no puedo pensar en otra cosa, porque lo necesito. De verdad.
Me desnudo al miedo y me enfrento a esa batalla de desconciertos, fragilidad y vergüenza. La mente juega fuerte y me recuerda posicionamientos éticos y morales que siempre consideré sin dudar y que ahora se volatilizan cada día, lentamente. Quiero volver a sentir sus manos en mi piel. Fin.
Mi paseo cotidiano me deposita suave y lentamente ante su puerta, como tantas veces aunque no hubiera vuelto a entrar. Me tiembla un poco el pulso y temo que se note pero me presento en recepción, ese lugar pequeño con un mostrador de madera oscura de teka y superficie rugosa, cortinas naranjas y aroma de vainilla. Me despierta los sentidos estar ahí afuera, me alerta y acelera el corazón y el pulso. Me siento profundamente viva. Pregunto por Shen y reservo un tratamiento de sesenta minutos. No sé cuál y no me interesa.
Ojeo con displicencia una revista poco reciente sentada en un cómodo sillón bajo con los pies sumergidos en agua caliente y espuma. Mi alma congelada les da las gracias. Ni rastro de Ella, pero aún quedan diez minutos para el cambio de turno, para que sean en punto, para volver a verla. Media vida. Pienso. No quiero imaginar y he decidido dejarme llevar sin esperar nada.
Los minutos se arrastran en mi reloj digital, en la pantalla de mi teléfono, que reviso continuamente, compulsivamente, en el reloj de pared que tengo frente a mi vista. Todos van despacio. Oigo los pasos de varios grupos de dos, saliendo de sus cubículos, lentamente. Se despiden y yo, mientras, me coloco en mi sillón, nerviosa. Oigo cómo pagan, se saludan, se despiden, la puerta al exterior se cierra varias veces y suena la melodía de las campanas tibetanas, conversaciones en una lengua oriental que desconozco, silencios, alguna risa.
Y mi nombre.
Escucho mi nombre y comienzo a levantarme y a recoger mis cosas, con la mirada baja, dudando entre quedarme y salir corriendo de ese lugar, respirar el aire helado y olvidarme de todo, de Ella, de esta borrachera de sensaciones extrañas e inexplicables. La veo frente a mi con la última vocal de mi nombre suspendida entre sus labios sorprendidos, menuda y sonriente. Le devuelve una mirada cómplice a mi sonrisa tímida, no disimulo mi sorpresa y mi alegría, feliz al darme cuenta de que me ha reconocido. Me señala el camino hacia su habitación y comienzo a caminar sintiendo su presencia en todos los rincones de mi espalda. Sé que es imposible pero he comenzado a temblar.
Con gestos y la misma sonrisa me solicita que me desnude y me tumbe boca abajo en la camilla, sale y me da un par de minutos, insuficientes para acabar de desvestirme, así que cuando entra me encuentra colgando mi ropa interior en una percha de detrás de la puerta. Tengo los brazos levantados y estoy desnuda. Me observa desde los ojos a los pies y se apresura a acercarme un albornoz y sugerirme con su mano derecha que me tumbe. Boca abajo, repite.
Me acomodo, me cubre con dos mantas y siento el calor de la camilla en todo el cuerpo. Cierro los ojos con la intención de potenciar mis otros sentidos ante lo que ha de venir. Escucho la música tranquilizadora, respiro el aroma de madera y sándalo y sus manos algo frías sujetan dulcemente mis tobillos mientras me pregunta qué es lo que necesito.
Necesitar. Fácil respuesta, entonces.
Le contesto titubeando que me pongo en sus manos, he tenido una semana dura y estoy contracturada, en general. Que haga lo que vaya notando, de manera improvisada. Me vendrá bien, seguro. Que no se preocupe. Se acerca a mi cara sonriendo y asintiendo. Hará lo que pueda, dice...
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