Ayer alguien entendida pero heterosexual habló acerca de que mi vida se sentaba sobre tres patas. A cuáles se refería es anecdótico. A mi me sorprendió que la base fuera impar. Estoy acostumbrada a que las mesas y las sillas tengan cuatro patas, igual que la forma en la que suelo caer yo en las trampas que me regalan a veces.
Por imbécil, por ejemplo.
Sé por experiencias reiteradas que puedo, porque he aprendido, vivir si me fallan dos. No muy bien, por cierto. Podemos llamarle sobrevivir. O malvivir. Como gusten. No es una forma completa de transitar la vida, ni para sentirse orgullosa, ni siquiera útil para no saberse infeliz.
Me pregunto hoy cómo coño se hace eso de vivir sin ninguna de las tres patas, mientras rebusco entre los pliegues de mis bolsillos la última brizna de ganas que dejé archivada por si la necesitaba. No imaginaba entonces lo pronto que iba a ir a por ella, desde luego...
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