Adoro marcharme. Y me encanta volver. Aunque tenga que disimulármelo. A veces (como ésta vez) no regresaría y de hecho en el avión intenté negociarme a mi misma para convencerme de que tenía una lista larga de motivos. Conste que no hubiera vuelto.
Pero, ya que estamos, me encanta haber vuelto, provisional, planeando los siguientes viajes: lejos, cerca, por obligación, por pasión. Alguien me preguntó si existía alguien a quien no le gustara viajar... Pero muy seria. Y yo con la euforia de recontactar con quien de verdad necesitaba conexión.
Casi tan seria lo dijo como quien me ha preguntado si en mi opinión un determinado comportamiento era correcto. O normal. No recuerdo. Sería el caso de alguien que, a los pocos días de conocerla, le habló de matrimonio. Y muy pronto dejó el cepillo de dientes y algo de ropa en su casa. Y se refería siempre al destino, a compartir vida hasta el final, de cuidarse. Pero de pronto, a la primera adversidad, corta toda relación.
Le dije que no. Que sonaba a inmadurez.
Hay quien vive en una farsa. Como aquella que, tras una intensa vida entre mujeres, de pronto recuerda que lo cómodo es lo hetero y que mejor regresa de dónde vino. A una relación con un hombre. Y esta vez me pregunto yo si hay valor para contar todo el pasado y quedar desnuda. O si se calla eso para siempre, condenando la relación a la opacidad de los sentimientos y la propia esencia.
Les deseo suerte a todas las implicadas. Les va a hacer falta...!
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