Huele a avión. Seis en cuatro días.
También huele a coche. A hierba recién cortada, a trabajos en el jardín, en lija fina y barniz. A sol y a agua limpia. A tutelar un par de viñas en una pérgola. A subir la enorme sombrilla a prueba de vientos.
A fines de semana con la casa abierta y llena de gente. De esa gente que sientes casa, paz y abrigo, aunque haga calor y vayas en bañador. La que te abraza y te acaricia con cariño verdadero mientras habla, distraídamente, pero bien consciente del gesto.
Sigue oliendo a una mano alzada pidiendo ayuda y a un grupo de mujeres dispuestas acudiendo sin preguntar para qué. Dime dónde y a qué hora.
A comidas deliciosas y paseos frente al mar, despacio, con el sol y el viento en la cara. O despeinándote salvajemente.
Y a unas partidas improvisadas después de un partidazo que seguíamos cantando, coreando y coreografiando, también. Goles de felicidad.
Hay días y fines de semana y tardes de domingo distintas, que acaban haciendo una maleta liviana que no necesita facturación aunque sea grande.
Esta noche empieza la cuenta atrás y rodaré por varias pistas.
Ayer leí algo así: sabrás quién es realmente el motor de tu vida cuando te des cuenta a quién le dices que vas a despegar o ya has aterrizado.
Es ahí...
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