Sigo soñando con una casa de una sola planta, blanca, cerca del mar Mediterráneo. Con un jardín asumible que cuidar, sin grandes obligaciones.
Veo un césped bien regado porque no tenemos restricciones de agua y llueve cuando debe llover, sin que la lluvia destroce nada.
Hay un microclima que permite estar en manga corta incluso en noviembre, aunque no sea siempre. Si hago tareas dentro o fuera de la casa, creo que hará el suficiente calor y no hará falta más que un delgado jersey de entretiempo o una sudadera, de esas anchas.
Tiene una piscina de tamaño medio y fácil de mantener. Ahora que he aprendido, siento que puedo con todo. El fondo es amarillento y el agua cristalina.
Buganvillas, lavanda, tomillo, algunas rastreras (como tanta gente) y espacios limpios y verdes, que me ocupo de cortar yo personalmente. Y de cuidar.
El terreno es liso o con poca pendiente y está perimetrado por un muro no muy alto pero igualmente blanco, tocado con losas catalanas o árabes.
No hay soledad pero sí intimidad. y todas las aperturas (puertas, ventanas) disponen de rejas de seguridad por si es necesario. Invisibles.
Hay un gran salón comedor estar, con una larga mesa de madera para muchos comensales. Diez, por lo menos. Cerca de la cocina, abierta, que cuenta con una pequeña mesa redonda donde voy a querer desayunar cuando no lo haga de pie, como últimamente.
El suelo es de microcemento, para ir descalza y deslizarte, en toda la casa. De un gris claro, casi beige.
La zona de sofás es un peligro, porque una vez te tumbas a leer o a charlar, ya no quieres salir de ahí nunca más. Las vistas al mar cortan la respiración. Son grandes y mullidos, en lino de varios colores.
En la parte trasera hay algunos árboles frutales. Uno de cada. Un cerezo, un olivo, un limonero, un naranjo, un manzano... Y jazmín y galán de noche y otras plantas aromáticas. Cuando vuelvo de mi paseo diario y entro por la puerta principal de la casa las remuevo y me quedo oliendo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba y con los ojos cerrados.
Son los recuerdos...
Voy al pueblo con una bici eléctrica o un quad o una moto pequeña y manejable. Ni necesito más ni quiero ruidos ni tengo fuerza ya para sujetar cosas más grandes.
El garaje, para dos coches, es un edificio independiente, con mucho espacio y todo organizado en las paredes y cajones, al lado de la casa de invitados, que suelen ocupar amigos y familia.
Leo, escribo, medito, hago actividades en el pueblo más cercano y me cuidan. El gimnasio tiene lo que ha de tener y unas vistas... Tomo el sol cuando debo, pero en la justa medida. La piel me ha pasado a estas alturas una factura inasumible...
En la cocina estás tú, con un vestido de lino azul, que deja a la vista unas preciosas pierdas morenas y bien formadas, cocinando una de tus últimas recetas. Por el olor diría que es un suquet de pescado, ¿verdad?
Yo me acerco por detrás, te abrazo por la cintura y pego mi mejilla derecha en tu espalda. Un buen rato, balanceándote despacio en un giro pequeño. Te secas las manos, las pones sobre las mías y suspiras profundamente. Sin prisa.
Ya lo sé. Me pongo a preparar la ensalada, que me he entretenido y se me ha hecho tarde...
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