Hay personas que tocan fibras dormidas, incluso desconocidas.
Sin saber por qué, te sientes bien o mal. Te atrae o te repele. Te apetece o no.
Simplemente.
Sí sé por qué, en realidad. Al parecer es la forma que tenemos de conectar con lo que nos enseñaron que era el amor, el querer, en la infancia. Nuestro entorno.
Si nos quisieron bien, buscamos serenidades.
En caso contrario, necesitamos la marcha del maltrato, el vacío, la ley de hielo y cosas así de preciosas.
Hay quien ofrece una relación pacífica y tranquila, segura, sólida, confiable.
¿Aburrida? de sofá y peli. Pero nada más.
Para salir huyendo, claro.
Y otras personas que conectan con lo peor de nosotros, con la más horrorosa de nuestras facetas.
Y hay amores serenos, también. Y otros que son una tormenta negra en medio del mar a media noche, que nos atraen inexplicable e irremediablemente a una deriva dolorosa que acaba en naufragio seguro.
Sabes que vas de cabeza al abismo, al sufrimiento, a las lágrimas e inseguridades, al desierto emocional de la soledad.
Pero, como una idiota, vas. Así, sin pensar. Sólo atracción invencible.
Me pregunto por qué.
Si lo sabemos, ¿por qué nos dejamos arrastrar al barro? hablo por mí, naturalmente.
¿Qué tienen esas personas, esos amores, para atraernos así, a historias que nunca deberían haber empezado y que sabemos que acabarán mal?
A mi ese tipo de gente se me pega a la piel como una trampa para moscas de esas del papel con pegamento o como la miel a los dedos después de abrir un bote de cristal de hace tiempo. Ni con agua caliente.
Hace falta mucho jabón, para despegarlas. Y tiempo, y ganas. Y energía.
Se acaban marchando, pero al finalizar siempre me quedo arrinconada, un poco más pequeña, menos valiente y arrastrando más dolor.
No aprendo, señoras...