Han pasado muchos días desde esa primera vez y confieso que la recuerdo de manera regular, porque me atrapó los sentidos, ella y la sorpresa. Pienso a menudo si hice bien dejándome, si debía abandonarme o hubiera sido más adecuado poner límites, hacerme la fuerte, disimular ante la primera invitación de ese gesto inesperado e íntimo. En frío todo parece simple, fácil y evidente. Pero cuando regresas a esa pequeña habitación de luz tenue y anaranjada, música relajante, aromas que estimulan y su piel...
Muero por volver. A sus manos y a sus silencios, a dejarme hacer y sentir. Quiero volver, sí, y, sin embargo, la vergüenza me entretiene. Me aterra entrar y que no esté o que esté pero ocupada o que estando y libre no me recuerde o no vuelva a ofrecerse para un masaje. Y entre tanto los días van avanzando hacia el frío y las noches largas y las manos heladas dentro de los bolsillos del abrigo.
Quiero volver ahí como nunca he podido querer nada con la misma intensidad. Ni lo recuerdo, un deseo así. Que vuelva a mirarme a los ojos y a acariciarme el ombligo y las piernas y la cara interior de los muslos, tan suaves, tan despacio y tan dulcemente. Desde entonces me ha sido imposible llevar una vida normal. Y me lo repito para ver de convencerme y cargarme de razones y fuerza. Olvidar.
Veo su rostro alzarse entre mis rodillas flexionadas, buscando mi mirada y sonriendo tras mi expresión arrebolada, incrédula, tímida, avergonzada. La veo y la vuelvo a ver, como veo mi propio deseo y una agotadora atracción [nueva e indescriptible] por una desconocida que, me recuerdo, le ofrece lo mismo, probablemente, a cualquiera que se tumbe en su camilla. Me permito pensar que es "probablemente" y con eso me siento un poco mejor. No puede ser, tampoco debe y tendría que empezar a guardar en la memoria esa experiencia, para revisitarla alguna vez, en el futuro, cuando necesite de recuerdos...
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