Porque si lo haces, me trasladas. Y me alejas del lugar en el que se encuentra mi cuerpo y mi cabeza vuela para enrocarse en un rincón de alguna de mis vidas. Tal vez, la menos mejor de todas. Quizá...
Por favor, no bosteces. Porque me asustas y me preocupas. Porque me recuerdas otros momentos y largos bostezos anteriores, inconscientes, automáticos, inesperados.
Te ruego que, si bostezas, te cubras para que no me de cuenta y me mientas piadosa y dulcemente para que la maquinaria del pasado no se me arranque.
Dicen que no mires a la luz o que te tapes la nariz, para evitarlos, y quizá haya otros trucos para evitarlos. Ay, no! Eso eran los estornudos!
Pero no me bosteces a la cara y escóndete de mi, que no te vea ni te oiga ni te adivine o sospeche que lo haces. Sin excusas.
No me hagas pensar en la ternura que sentía viéndola bostezar como si fuera una niña indefensa a quien proteger. Y le abrazaba la mano izquierda con mi mano derecha, que era una perfecta reproducción de la suya, como hecha en tres de, y la abrigaba y apretaba para que supiera de mi presencia. Y la protegía: que nadie la toque, voy a peinarla, lavémosle las manos, le pondré gotas en los ojos, súbele un poco la manta que parece que tiene frío...
No quiero saber que me engañaba a mi misma con la ilusión de que esos bostezos tan seguidos del último día presagiaban actividad, recuperación, regreso.
Ya no estaba cuando se encontraba tumbada en la cama del hospital, el cerebro inundado y líquido como mis lágrimas y sus manos de piel finísima heladas.
Cuando ella bostezaba yo pensaba: que todo era un sueño, que ella despertaría para ser eterna.
Así que, por favor, que no te vea bostezar que fíjate la tontería...
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