He ido cambiando de sueños a medida que iban pasando años. Hará unos diez, cuando me proyectaba en algún futuro, sin saber bien dónde ubicarme, siempre decía que solamente quería un lugar en el que escribir. Dedicarme a eso, a nada más. Abandonar mi profesión. Era consciente de que para escribir hay que tener algo que contar, dado que soy incapaz de fabular. Una, cuando escribe, siempre acaba hablando de sí misma. Me lo dijeron recientemente y me sonreí porque opino lo mismo. En el interín, descubrí los blogs y abrí el primero. Dejó de estar operativo y me mudé de lugar para abrir el segundo allí donde la mayoría lo hacían. Simple. La tarea de escribir con cierta periodicidad (solo suelo callar el fin de semana y alguna vez entro el domingo por la noche, habiendo desconectado, con ganas de vaciar) creo que me ha secado. La sensación es la de que ya todo está escrito, no quedan juegos de palabras que inventar ni formas que conjugar, que mi vocabulario acabó por quedarse sin ninguna posibilidad. Como si lo que aparece escrito ahora fuera una segunda lectura, un repaso, lo ya conocido y demasiado familiar, hubiera dejado de ser fresco y fuera una suerte de repetición sutil, un subterfugio. Y eso, claro está, me ha obligado a cambiar de sueño porque también yo me sé la lección. Mi sueño eres tú...
Digamos que me sucede lo mismo cada año. La necesidad de ordenar mis cosas antes de marcharme. Repaso la documentación, por si dejara de volver. Solo espero que todo esté tan simplificado que abriendo un cajón aparezcan los papeles necesarios que les faciliten las cosas. La voluntad de despedirme de personas clave, verbalmente, con mensajes claros. Escribir, escribir, escribir. Como si dejando las cosas escritas fuera a disminuir el riesgo. La casa ordenada y la ropa en los armarios, que nunca dejo toallas húmedas sobre la cama ni calcetines sin pareja. El mundo es para dos y ellos tienen el mismo derecho que algunos seres humanos...