De pronto, de manera inesperada, los paisajes cambian, y algunas rutinas, y aprendo a sentir nuevas del voces, olores y sabores.
Como el de la miel en la infusión que acabo de sorber. El cloro de la piscina que braceo. Los sonidos de los chicos y chicas que hablan fuerte y cantan en el parque que hay frente a la nueva cama en la que procuro dormir. Despertar enredada en unos brazos y taparme porque ha refrescado, cerca del mar, en este final de agosto.
Procurar entender que la concentración solo debe estar en el presente y en un futuro a cortísimo [el miércoles, o este mismo martes, sin ir más lejos]. No puedo asomarme al pasado ni por una milésima de segundo para no entrar en el vértigo de lo mucho que fue y lo distinto que era y lo inevitable e imborrable de todas esas cosas y personas que acompañaron a quien ahora me acompaña. Rico, intenso, profundo.
Este presente me está gustando lo suficiente.
Por eso no debo caer en la tentación de asomarme a su pasado.
Tiene efectos secundarios...