Me tumbo en el sofá. Y me cuentas...
Que viniste a esta ciudad que te tiene atrapada para siempre, de manera irreversible. Por amor. Un amor visceral e invencible que ha ido languideciendo, como sucede con casi todos los amores. Lo dejaste todo, a todos, hasta el trabajo y te viniste aquí con las maletas cargadas de abrazos, de los besos que os robabais en todos los rincones y calles y espacios de vuestra casa. A todas horas, constantemente. A veces sucede que no puedes despegarte, que es fácil pasar todo un fin de semana entre sábanas, levantándote solo para entrar y salir de la cocina, del cuarto de baño. Poco más. Pero eso sólo sucede excepcionalmente, si hay suerte, un par o tres de veces en la vida. Y se desgastan los codos porque las sábanas no son de seda.
Esos tiempos pasan, también a veces, y las rutinas diarias, la vida en sí, pierde la magia. La piel no se eriza cuando la tocan con la yema de un solo dedo, ya no te sobresalta la excitación con un abrazo traicionero y por la espalda, dulce y cuidadoso, como si estuvieran tocando un tesoro, una obra de arte, una pintura frágil. Las miradas solo transmiten calma, la calma muerta de la cama muerta y los días muertos en los que las citas para cenar fuera a solas se convierten en un silencio roto a la fuerza, en un hablar del trabajo, en un caer en la rutina de las discusiones psicológicas de por qué no me miras igual, ya no hacemos el amor, apenas tenemos planes y no compartimos ilusiones, solo obligaciones y no podéis llevar el mismo ritmo de vida ni vas a estar siempre pagando tú... Ya nada es clandestino ni emocionante ni transgresor. Ni nada.
Me cuentas que de ese amor loco e irrefrenable de sexo inevitable habéis pasado a tardes de series y manta, a chequear el teléfono a escondidas por si llega un soplo de viento del norte, a mirar atrás mucho más a menudo de lo que sabes que deberías, instaladas en una soledad escondida entre los pliegues de la piel que antes os acariciabais robándoos la noche, el tiempo, el hambre. Y ya no compartís la ducha como antes, con las mismas ganas. No existen masajes con las manos llenas de burbujas por todos los rincones, todos. No han vuelto a fallar las piernas cuando descubriste que de pie también es posible cuando quien te sujeta lo hace con pasión y un amor infinitos, evidentes. Ahora ya no. La duche es un entrar y salir, un alternarse rápido pasándoos la toalla deprisa para no cerrar el agua caliente, mientras os dais ese beso fugaz en la punta de los labios. Un poco por cariño, otro poco por hábito y algo de compromiso, porque eso es lo que se espera de una pareja que vive junta.
Ni rastro de las ganas de perder el sentido durante horas, de dejarse sorprender por todos los puntos cardinales y en las posiciones más inesperadas y, por qué no, placenteras. Como cuando cedes a nuevos juegos y te vendan la cara, a plena luz del día, te llenan de besos repartidos arbitrariamente, dulces y sin adivinar, te dan la vuelta y te acarician toda la piel con el pecho, las manos, el pelo y los labios, te piden que te pongas contra la pared, brazos y piernas abiertos y te dejes querer. Fallan las piernas mucho antes de poder terminar algo que te alargan a propósito...
Eso es indescriptible y ya no ha vuelto a suceder desde que os instalasteis en vuestra casa, con todas las cosas vuestras y las ilusiones de la mudanza y de pronto un día advertís que ya solo compartís gastos y responsabilidades por el par de gatos que os regalasteis, y que hoy os limitan los movimientos, os encorsetan, os ahogan un poco pero tienen la suerte de llevarse el amor que no os podéis volver a demostrar con naturalidad y se os escapa a veces de entre los dedos. Porque reinventarse, reintentarse, reconstruirse es no imposible pero sí poco probable. A éstas alturas, ¿quién no lo sabe?
Me cuentas que estás así, viviendo de los recuerdos de antes, de los vuestros, también. Que estás en la encrucijada de quererla entrañablemente y saberte ahogada en una relación plana, de la que eres motor, también económico, y te lastra, te retiene, te adormece... Pero la soledad es aterradora y te quedas inmóvil, quieta, como si no te estuvieras dando cuenta del peso de las nostalgias, del miedo a decidir, del dolor de querer una vida viva.
Y yo te cuento que la vida está para vivirla y que las decisiones hay que tomarlas pensando en ti, sin prisa y de manera elegante, pero para volver a volar recuperando la esencia de quién realmente deseas volver a ser... Intento explicarte que vivir extrañando es morir un poco cada día...