Me lo advierten. Me lo repito. Intento interiorizarlo, cuidadosamente. Lo sé. Perfectamente. Vuelvo a repetírmelo, que me conozco. No puedo con mi impaciencia y eso que persevero, invento mantras, con mis medidas exactas, intransferibles, me los cuento en bajito, en muchos lugares -la ducha, el coche, antes de dormir, el duermevela, bebiendo-. Me lo trabajo, vamos.
La teoría es tan fácil. Luego, a traición, algo me despierta en medio de la noche. Quizá el vacío, quizá un movimiento, probablemente el calor. Y ahí me instalo un par de horas, en un insomnio total, cielo negro, humedad pegajosa, pensamientos extraños, incómodos, difíciles, inciertos de gestionar. Quizá imposibles. Hago lo que puedo para que el tiempo se deslice silenciosamente en la habitación, procurando moverme poco y no importunar, rescatando paciencia de dónde no queda más. Quiero ver amanecer, aunque sean las cuatro y media.
Por fin sé de qué color es. Y la textura. No es ni de azulejos pequeños ni de pintura rugosa ni de plástico. El fondo de la piscina que estoy paseando desde hace un poco es de microcemento, beige. No es muy profunda, solo lo justo para cubrir y un poco más. Todavía está en buen estado y no rasca ni resbala. Cuasi perfecto, cuasi. Porque un fondo no puede ser perfecto. Es un lugar inhóspito, una señal de alarma, un aviso.
Por fin toqué fondo. Ese lugar esperado, como detonante, catarsis, después. Ahora habrá que saber hasta cuándo me va a ser posible aguantar la respiración ahí abajo, de dónde habrán de venir las fuerzas que me impulsen de nuevo hacia la superficie, a por mi bocanada de aire nuevo...