Viajar despedaza la rutina. Despega, separa. Repetir aeropuertos me reconforta y visitar alguno nuevo me alerta todos los sentidos. No acabas de saber bien al lugar al que te diriges y sin embargo caminas con el paso seguro y una prisa moderada, razonable. No sé por qué, en realidad.
Tengo ganas, como siempre, de llegar. Instalarme, convertir el lugar en mi casa, intentar memorizar el nuevo número de habitación [últimamente tengo un truco infalible, con tantos hoteles: siempre llevo conmigo el envoltorio de cartulina que suele acompañar las tarjetas magnéticas, con todos los datos, dirección incluida], mirar por encima del hombro algún mapa, conversar en recepción para sugerencias y empezar a perderme.
Hacia afuera, al volante, paseando, alguna carrera al trote corto, explorando horizontes muy amplios para que la vista se pierda, el olor a mar se instale en mi memoria, el tiempo discurra.
Hacia adentro, revisando a fondo la última década de mi vida, que no me está gustando; haciendo listas de lo mejor y lo peor, lo que sí y lo que no, quién se queda y quién saldrá despedido y acompañado hasta la puerta principal, como mandan los cánones más elementales de educación, qué ilusiona y qué me mantiene indiferente.
Año del mono, este que empieza. Malo para nuevos proyectos, pésimo para nuevas asociaciones, convulso y extraño. Al menos para los dragones de madera, por lo que he podido leer.
Con todo esto saldrá una lista real. Este año no será figurada, ni un pensamiento breve con un par de conclusiones: haré esto y esto, me apetece lo otro, me gustaría vivir lo de más allá... No. Este año no. Porque he aprendido que hay personas que no son lo que parecen. Y eso ha sido un descubrimiento infernal. Porque ahora, además de un animal que ha sobrevivido y es peligroso, soy un monstruo desconfiado, que no tiene nada que perder.
Colecciono despedidas, palabras no dichas y heridas abiertas. Miedo, me doy...