Como en aquellos tiempos (buenos, malos) pero disciplinados y puntuales, acudo a una cita ante el teclado con muy poco tiempo. Y es que una no estrena varias vidas de manera simultánea cada día...
El segundo descendiente y primogénito fue oportunamente informado de las novedades y, como siempre dije (las madres somos madres y punto), y mira que lo he dicho veces, bajó la mirada con timidez y una media sonrisa e informó que estaba al corriente y que su vida continuaría sin ningún cambio. Tiene un largo recorrido de felicidad al que todavía no se ha habituado y lo sigue, con madurez, calma y sorpresa.
Me acompañaba mi descendiente menor, a quién pedí ayuda con complicidad. Resultó que fue más difícil para ella que para mí. Paradojas sorprendentes.
Han cambiado las normas con mis promesas de transparencia y con mis juramentos innecesarios de comunicación, mis disculpas sinceras y mi perdón por si alguna vez pude hacerlo mejor de lo que creí entonces.
Y eso, hoy, era lo que yo necesitaba. Ellos dos, al corriente. No mucho más pero nunca menos. Y quince años o más proyectando unos minutos de conversación, respiración, silencio, timidez, vergüenza y alguna lágrima (ninguna mía; soy de granito) te acaban preparando desde el inconsciente más desconocido e ingobernable.
Así que llega el momento y te explicas y te abres y no hay ni siquiera nervios, de tan natural e interiorizado como ya lo llevas. Y de repente todo es distinto...