Estoy conociendo a alguien, después de tanto tiempo.
No puedo hablar de mariposas ni pellizcos ni sobresaltos.
Pero estoy quedando con alguien, sí. A solas.
Es una mujer de mi edad y estatura. Tiene sentido del humor y le gusta practicar deporte. Por eso quedamos para ir en bici o jugar al golf.
A veces, damos largos paseos o vemos alguna película, incluso en el cine.
Es inquieta y curiosa, se muere de ganas de divertirse, hacer alguna pequeña locura, compartir, aprender, reir, crecer. Busca bombardeos a los que apuntarse y tiene la mirada un poco triste y apagada. A veces parece asustada y pequeña.
Tiene planes de futuro y ganas de ir en serio, precisamente ahora. No sé si ella sabe la razón por la que está buscando la cala en la que echar el ancla, la isla dónde naufragar, la carrera final, los últimos brazos.
A veces, habladora y otras tan callada. Hay días que se expande y no tiene fin, mientras que en otras ocasiones parece enfadada y no suelta ni una sola vocal.
Nostálgica crónica, permanente insatisfecha, perfeccionista profesional, se diría que es una mujer difícil de tratar.
Y, sin embargo, suelen decirme que soy simple.
Estoy quedando conmigo, viéndome a solas, conociéndome y encontrándome. Sobre todo, entendiéndome, perdonándome.
Creo que ha llegado la hora de saber que al final de mi brazo está la única mano que me asirá cuando lo necesite, secará mis lágrimas y cocinará para mi.
La vida de decepciones está llegando a su fin. Se acabaron las ganas, los juegos, los retos y las relaciones dolientes. No más castigos ni dolor.
El amor sano enseña, multiplica, eleva, respeta, engrandece y hace reír...