Nunca me enamoraría de quien ha perdido batallas y espera en soledad a que lleguen milagros. No me gustaría sentir que rescato de los pozos y de las lágrimas y de las dudas más trascendentales. No querría abrazar a alguien que no tiene ninguna posibilidad de ser abrazada y es el último recurso, la única posibilidad y la vez final, que eso se nota. Lo cierto es que apenas sé enamorarme, más allá de responder impulsos ajenos, empeños y ganas. Me enamoré una vez, activamente y [como no podía ser de ninguna otra manera, perdón por la inmodestia] salió bien. Todas las otras, diría, me dejé y me consiguieron. Suena fácil lo que fue casi imposible. Y diría que imposible, sin el casi, si no conociera el final. Que me conozco.
A veces me preocupa la imagen de intransigente que proyecto, absolutamente sin querer. O la de estricta. También la de impaciente y perfeccionista. No puedo comprender que todo eso, que es, se trasluzca tan clara y fácilmente. Quizá ell#s sean mucho más perspicaces de lo que aparentan y me tengan engañada. O no. Pero lo que me incomoda son los comentarios que acompañan el uffff de rigor. No sé si eso pueda tener arreglo, aunque lo cierto es que a los resultados me remito. Supongo.
Proyecto días a solas, lejos, con la cara bien alta y sin jugar al escondite. Que todo el mundo tenga la información y que nadie intervenga, incomodando. Nada de eso. Vivir de espaldas a todo tiene un precio. No compartir con nadie que el corazón revienta es una canallada. Y lo digo perfectamente consciente de las imperfecciones, de los no puede ser y de todos los es imposible que se me agolpan en la garganta mientras tecleo. Tendríamos que ser consecuentes, siempre, a todas horas. Caminar con la barbilla levantada de quien tiene todas las conciencias en calma, nada que disimular, nada que esconder. Mucho menos todas esas cosas tan bonitas. Menos enamorarse de alguien que ha perdido...