Cambio de paisaje y me desplazo. Me refugio. Todo se ralentiza y me adapto mejor de lo esperado; deprisa, aprendo a ir más despacio, alejándome de casi todo, de casi todos.
Escucho sonidos inolvidables, paseo caminos sin fin y observo: los rojos, los negros, la noche y la ausencia de ruido. Algún avión, águilas, un cervatillo y una culebra. Los vecinos se apresuran a cosechar el trigo antes de las lluvias y hoy baja un poco la temperatura. El rebaño se recoge, dirigido magistralmente y sin un solo ladrido por dos perros, de blanco y negro.
Se acaban los días y me acostumbro a rutinas nuevas, como caminar mucho, la ducha al llegar y cocinar algo nuevo, bajar a la plaza para el último paseo antes de las doce campanadas finales que dan paso a los silencios. Dormir escuchando el agua del río, viendo las aves llegar a sus nidos en la pared rocosa, bajo un cielo azul perfecto y un sol de justicia, boxa arriba, solo un rato…
Son cosas tan simples. Como hacer fácil lo difícil. Como que regresen las ganas de volver a vivir intensamente.
Hay vidas que se podrían compartir eternamente…
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