Tardes pesadas como losas de cementerio, como cubos de rompeolas, como columnas basálticas de la naturaleza o dóricas de los romanos.
Tardes lentas como los tiempos muertos y los últimos segundos de un partido si la ventaja es escasa, como el rato de cuando se espera el rodar de los neumáticos de un avión al aterrizar, como un parto largo y complicado.
Tardes vacías como los nidos que preparan los progenitores y ya cumplieron su fin, como una cantimplora en la travesía de un desierto en pleno verano, como la paciencia a media pandemia.
Tardes de ahogo como de ataque de ansiedad, como de exceso de tiempo bajo el agua jugando a aguantar la respiración, como si respiras dióxido de carbono de dos coches en marcha y encerrados en un garaje típico americano.
Tardes agotadoras como los infinitos por qués infantiles, una carrera larga o el ascenso a un cuatromil, como explicar lo mismo varias veces.
Hay, sí, tardes pesadas, lentas, vacías y de ahogo. Agotadoras. Suelen seguir a la certeza que aparece cuando la frialdad se instala en los abrazos de hace solo siete días, contados, muriendo, matando.
Y todo se mezcla de pena, incertidumbre, miedo. Y se tiñe de lágrimas transparentes y grises. Y te sientes pequeña, poca cosa, asustada.
Una tarde...
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